viernes, 7 de septiembre de 2012

Soy polvareda que al viento va




Sentada en la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, en el 2009, en el jardín, vislumbré que si por algo no pudiera residir en España, me gustaría vivir allí, me sentiría bien y podría ser feliz. Más tarde, reflexionando sobre ello caí en la cuenta de que lo peor no es la ausencia de ese lugar, de esa persona o cosa sino la imposibilidad de acceder a él, a ella. La vida es malévola y te coarta por muchas razones. Creo que por eso entiendo tan bien a los sefardíes y a los judíos en general, y a los exiliados: si vuelves a ese sitio, si nada ni nadie te lo impide, perderá esa atracción casi irresistible cuando no es factible. Como decía Bécquer:

Yo soy un sueño, un imposible,
vano fantasma de niebla y luz.
Soy incorpórea, soy intangible,
no puedo amarte.

¡Oh, ven, ven tú!.

O, como decía Cernuda:

Amargos son los días
de la vida, viviendo
solo una larga espera
a fuerza de recuerdos.


Cuando en el 2010 visité San Salvador de Jujuy, curiosamente, me sentí transportada a mi adolescencia en Tarazona (Zaragoza), lugar donde nací.  sus calles principales, sus iglesias, sus mercados, sus gentes asentadas en la tierra, ..., no sabría explicarlo, solo a través de la montaña como eje principal y de su situación como sede comercial y administrativa de una zona, con sus funcionarios, su comercio y su movimiento.
Después me asombró la enormidad de su territorio, del cauce de sus ríos, de sus montañas, de sus cerros. Eso es lo que más me ha llamado la atención siempre de Argentina: la inmensidad, esas distancias enormes con un mismo paisaje, río, olor, cultivo, esa desmesura de la naturaleza que en la zona andina alcanza proporciones indescriptibles. Y la capacidad del ser humano de manejarse en ellas.
Nacer, vivir en un lugar donde la montaña está siempre presente, imprime carácter; esa presencia silenciosa que atrae a las nubes, las tormentas, la nieve, las fuerzas de la naturaleza, se convierte en imprescindible, en algo consustancial a uno. Yo siempre la echo de menos. Sus cielos estrellados son LA MAGIA, y sus campos de nubes, cuando te parece que puedes echarte a andar por ellas, son paisajes que nunca olvidarás. Eso pasa en San Salvador de Jujuy y en mi pueblo, Tarazona. La altura y dimensión de sus montañas no son comparables pero sí lo son las impresiones que producen en el alma de las personas.
Quizá por eso el canto de esos hombres tenga esa fuerza única que nace de la unión entre la tierra y el cielo, el canto andino, las jotas, albadas, coplas, romances, el grito transformador y el hilo invisible que une a los seres humanos por medio de la voz cantada.
Y hete aquí que Reynaldo Castro me descubrió que Jujuy fue la cuna de Jorge Cafrune:

Estrella, tu que miraste,
tu que escuchaste mi padecer,
estrella, deja que cante,
deja que quiera como yo sé.

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